Diáfano, vacío y huérfano de
historias,
languidecía en su rincón.
A veces…
le alcanzaba la fría tenaza del
tiempo
y le oprimía el pecho de tal
forma,
que hasta exhalar su propio
aliento,
se convertía en trabajoso
suplicio;
que dolía y corroía por dentro
sus entrañas
sin concebir otra manera de
paliarlo.
Sintiéndose un intruso dentro de
su propia vida,
la dejó pasar sin apenas
tocarla.
Su muerte no sería un suceso
destacable.
Ni un titular siquiera.
Pasar sin dejar un vacío,
ni siquiera una huella.
Pasar sin dejar un recuerdo
detrás,
un luto, un llanto, una
ausencia.
Soledad…
esa que mata sin acero
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